FICCIÓN Y GUERRA
POR ISRAEL CHIRA
Dale una máscara a un hombre
y te dirá la verdad.
Oscar Wilde
El poeta es un fingidor.
Finge tan completamente
Que hasta finge que es dolor
El dolor que de veras siente.
Fernando Pessoa
Tan razonable como representar una
prisión de cierto género por otra
diferente es representar algo que existe
realmente por algo que no existe.
Daniel Defoe
Pero la ficción no es libre. Más que
descubrirnos lo maravilloso, parece
destinada a revelarnos lo real.
La fantasía, cuando no nos acerca
a la realidad, nos sirve bien poco.
Los filósofos se valen de conceptos
falsos para arribar a la verdad.
Los literatos usan la ficción
con el mismo objeto. La fantasía
no tiene valor sino cuando crea
algo real. Esta es su limitación.
Este es su drama.
José Carlos Mariátegui
Desde el 24 de febrero de 2022, mientras seguíamos contando víctimas de la peste de covid-19, fuimos empujados a presenciar, por enésima vez en la historia de la humanidad, el nefasto «espectáculo» de una guerra, esta vez librada en Ucrania[1]. Cualquiera que tenga nociones básicas de geopolítica sabe que, más allá de la propaganda de uno y otro bando, el conflicto real tiene como protagonistas a la Federación Rusa, de un lado, y, del otro, a los EE. UU. y la OTAN. En este contexto Ucrania se ha convertido, trágicamente para su pueblo y la integridad de su territorio, en el escenario bélico del choque estratégico entre poderosas potencias que ponen al planeta en vilo debido a sus devastadoras armas nucleares. Ahora bien, en tanto el mundo anterior a la pandemia, donde prevalecía la hegemonía de EE. UU., cuya clase política está al servicio de los más grandes fondos de inversión y del complejo industrial militar-farmacéutico, termina de derrumbarse y se consolida un nuevo orden multipolar, cabría preguntarse, en torno a la cuestión de la guerra, y en nombre de quienes propugnamos que las ficciones constituyen uno de los aspectos más importantes de nuestro vínculo con lo real, ¿qué provecho podríamos sacar, aparte del goce estético, de la lectura de una epopeya como la Ilíada, por ejemplo, que tiene como telón de fondo el último año de la Guerra de Troya; o de la lectura de la novela de E. Hemingway —por citar una que tenemos a mano— Por quién doblan las campanas (1940), en la que se representan ciertos hechos y personajes que amaron, lucharon y murieron durante la Guerra Civil española; o de la lectura de Todas las sangres (1964), de J. M. Arguedas, si la ponemos en relación con el último episodio de la cruenta guerra secular y asimétrica e invisibilizada por los medios concentrados que se viene librando en el Perú por parte de las élites dominantes en contra los pueblos indígenas sumidos estructuralmente en la pobreza?[2] ¿Pueden estas ficciones acercarnos a «lo real» de las guerras? ¿Son las ficciones un medio eficaz de conocimiento? ¿Qué son pues las ficciones, qué funciones tienen y qué papel juegan en la cultura humana?
En las siguientes líneas intentaremos responder a estas interrogantes, argumentando a favor de la hipótesis de que una ficción literaria, entendida como dispositivo público compartido que se sostiene sobre la base de un fingimiento lúdico (el hacer-como-si de la ficción), cuyo objetivo es crear un universo imaginario y empujar al receptor a sumergirse en él (inmersión), y en tanto operador cognitivo (en un doble sentido, pues es la aplicación de un conocimiento y una fuente de conocimiento), cuya función inmanente no es otra que la de procurar una satisfacción estética, función compatible con otros posibles usos (divertimento, crítica, denuncia, reivindicación, propaganda, corrección de la realidad, catarsis, etc.), es capaz de revelarnos verdades profundas sobre las guerras, de manera más o menos eficaz, dependiendo de la fortaleza o de la debilidad del sentido de realidad del autor, así como de la coherencia interna del texto (verosimilitud y necesidad), al crear (poiein) un modelo del mundo factual del que forma parte (mímesis: imitación como fingimiento, imitación como modelización cognitiva), y al cual responde, desplegando así una dimensión crítica. Asimismo, subrayaremos la necesidad de observar que la literatura (de ficción y de no ficción), en tanto institución, tiene funciones sociales y funciones pragmáticas prácticas adicionales (crítica social, lucha de clases, educación, entretenimiento, propaganda, entre otras) que implican una gran responsabilidad para los autores y suponen, según los casos, lecturas de gran provecho para los lectores.
Así pues, y teniendo en cuenta una de las conclusiones a las que llega Th. Pavel en «Las fronteras de la ficción», donde advierte «que deberíamos tratar la ficción en tanto que fenómeno dinámico y condicionado por la historia y la cultura, que contrasta con la realidad y el mito» (A. Garrido Domínguez, 1997:179), presentaremos, en primer lugar, una síntesis de los principales paradigmas en los que se apoyan filósofos y estudiosos de la literatura que abordan el problema la ficción, para comparar seguidamente algunas formas de concebirla en relación con la noción de mundo posible, el valor de verdad en el universo de la literatura, la cuestión de la referencia, la cuestión de la coherencia interna, las relaciones entre mundo ficcional y mundo actual, con el fin de aportar al esclarecimiento de su estatus, sus funciones y el papel que juegan en la cultura humana. En un tercer momento explicaremos desde una perspectiva pragmático-comunicativa las funciones sociales e institucionales de la literatura, así como la capacidad que tiene, en tanto acto de habla ritual, de ser tomada como una forma de comunicación indirecta. Al final, realizaremos un breve análisis de tres obras literarias (de carácter ficticio) que han trascendido en el tiempo, precisamente porque —desde nuestra óptica— han sido capaces de revelarnos algunos aspectos velados de la realidad de cualquier guerra como asunto general y universal, es decir, en tanto cuestión que atañe a la humanidad en su conjunto.
1. Las teorías de la ficción literaria y sus paradigmas
Durante las últimas décadas del siglo XX —observa A. Garrido Domínguez en la introducción a Teorías de la ficción literaria (1997)— ha habido un vigoroso resurgimiento de la noción de ficción, cuyo interés teórico corre parejo a la creciente importancia de las ficciones en el mundo contemporáneo. Por lo demás, la irrefrenable tendencia humana a elaborar o dar forma a los productos de la imaginación viene a abonar su fuerte enraizamiento antropológico. Tradicionalmente, dice el compilador, el estudio de la ficción ha corrido a cargo de la reflexión filosófica y, tras ella, de la teoría literaria. Primero, destaca el trascendental aporte de Aristóteles: «El Estagirita no sólo aparece como patrocinador de una larga tradición que trata de explicar la esencia de la ficción a partir del concepto de mímesis —esto es, en términos de su mayor o menor ajuste a la realidad de la que la literatura crea duplicados— sino que avala incluso las posturas más rupturistas de los últimos decenios: las de los defensores de la posibilidad de una literatura antimimética» (pp. 11-12). Acto seguido, señala que la reflexión romántica (Kant, Hegel, Schelling, los Schlegel, etc.) constituye otro de los hitos importantes en esa aproximación a la naturaleza de la ficción a través de su insistencia en el decisivo papel de las facultades irracionales del ser humano (en especial, la imaginación) en la creación artística. Con todo, el verdadero acercamiento interdisciplinar al problema de la ficción se produce en el siglo XX, a cargo de representantes de la Filosofía Analítica como Frege, Quine, Meinong, Strawson, Parsons, Critenden, Russell, Woods, y de estudiosos cuyos pensamientos se inscriben en el campo de la Teoría de los Actos de Habla, como J. L. Austin y J. R. Searle. «A ellos corresponde el mérito de haber dado el primer empujón a una reflexión que después han hecho suya [...] los teóricos de la literatura» (p. 12), a saber, K. Hamburger, P. Ricoeur, L. Doležel, Th. Pavel, F. Martínez Bonati, S. J. Schmidt. M. L. Ryan, T. Albaladejo, D. Villanueva, J. M. Pozuelo y otros.
En el ámbito filosófico, continúa A. Garrido Domínguez, el debate se centra en la noción de «mundo posible», el valor de verdad en el universo de la literatura, la cuestión de la referencia, las relaciones entre mundo ficcional y mundo actual, pero también «sobre el tipo de enfoque más adecuado para dar cuenta de la realidad de la ficción —ontológico, semántico o pragmático—» (p. 13). En torno al debate sobre esta última cuestión es pertinente citar el planteamiento de Th. Pavel, quien sostiene que un enfoque verdaderamente integral de la ficción debe conciliar consideraciones tanto pragmáticas cuanto semánticas y estilísticas, postura compartida por teóricos como P. Ricoeur, U. Eco, T. Albaladejo, H. Friecke. En tal sentido, dice Th. Pavel, la «dimensión semántica se ocuparía [...] de las distancias y fronteras entre los mundos ficcionales y el mundo actual, además de interesarse por su estructura y naturaleza intrínsecas. La dimensión pragmática aborda, por su parte, el examen de la ficción en cuanto institución en el seno de una cultura; finalmente, la dimensión estilística analiza las restricciones derivadas de los géneros y demás convenciones literarias (p. 35). Ahora bien, del análisis de la ficción desde la perspectiva de las convenciones genéricas o códigos semiótico-literarios y culturales, ya «se han ocupado», precisa A. Garrido Domínguez, «la práctica totalidad de las corrientes teórico-literarias del siglo XX —desde el formalismo ruso a la lingüística del texto o la escuela de Tartu— y, por supuesto, toda una larguísima tradición que se remonta a Platón y, de manera muy especial, a Aristóteles» (p. 39).
Como enfoque en gran medida complementario, agrega el autor, ha venido desarrollándose durante las últimas décadas un acercamiento antropológico-imaginario, corriente de pensamiento que hunde sus raíces en la reflexión romántica y en las teorías del psicoanálisis. Dicho enfoque engloba una serie de propuestas y sistematizaciones de la creación artístico-mitológica a través de los tiempos: se trata de constatar en qué formas concretas o símbolos se ha ido plasmando la imaginación creadora a fin de determinar cuál es su arraigo antropológico. Las bases de esta orientación se encuentran en la teoría jungiana de los «arquetipos», las propuestas de G. Bachelard, el modelo diseñado por N. Frye, Las estructuras antropológicas de lo imaginario de G. Durand y en la aplicación literaria de J. Burgos. Lógicamente, el estudio de lo imaginario en el texto literario quedaría justificado en un trabajo sobre la ficción porque lo ficcional implica la construcción imaginaria de mundos. En su aplicación a las obras literarias, es J. Burgos quien propone concebir los símbolos como partes integrantes de una estructura cuya suma daría lugar al símbolo total del texto y al diseño del mito personal de autor. En esta misma orientación, A. García Berrio asegura que la llamada poética de lo imaginario facilita y reafirma el entronque del texto artístico con la subjetividad del creador y el enraizamiento antropológico de la ficción a través de la capacidad de simbolización de la imaginación y la fantasía (pp. 36-37).
Pero la dimensión antropológica de la ficción, comenta A. Garrido Domínguez, también es defendida desde perspectivas más generales, como las de P. Ricoeur, W. Iser y M. Vargas Llosa, quienes coinciden en señalar que la ficción permite al hombre profundizar en el conocimiento de sí mismos, alcanzar sus anhelos, evadirse de las circunstancias que condicionan su vida cotidiana y tener acceso a experiencias del todo imposibles por otras vías. En suma, la ficción completaría y compensaría las carencias o frustraciones de la existencia humana. Sin embargo, matiza W. Iser, si la ficcionalización proporciona a la humanidad posibilidades de «auto-extensión», es decir, de una ampliación de la experiencia (esa ilusión que nos hace por un instante creer que hemos vivido otra vida), «también pone de manifiesto las limitaciones inherentes al ser humano: la propia inaccesibilidad fundamental a nosotros mismos» (p. 58). Efectivamente, la ficción permite mirarnos en el espejo de nuestras posibilidades y, si bien permite encontrarnos con nosotros mismos, lo hace —dice A. Garrido Domínguez parafraseando a W. Iser— solo a través de un camino lleno de rodeos (p. 38).
En resumen, constatamos que el resurgimiento de la noción de ficción entre los teóricos está en una relación directamente proporcional con la creciente importancia de las ficciones en el mundo contemporáneo. Observamos también que el estudio de la ficción ha corrido a cargo de la reflexión filosófica y, más recientemente, de la teoría literaria. En la Antigüedad, destaca el aporte de Aristóteles y, entre los siglos XVIII y XIX, de la reflexión romántica. Sin embargo, un acercamiento verdaderamente interdisciplinar a la cuestión no se producirá sino hasta el siglo XX, a cargo de representantes de la Filosofía Analítica y de la Teoría de los Actos de Habla. Por lo demás, apreciamos que en el ámbito filosófico el debate no solo se centra en la noción de «mundo posible», el valor de verdad en el universo ficticio, el problema referencial, las fronteras entre mundo ficcional y actual, sino también en el tipo de paradigma más adecuado para dar cuenta de la realidad de la ficción: ontológico, semántico, pragmático, estilístico, antropológico. La perspectiva antropológica, como apunta A. Garrido Domínguez, ha venido desarrollándose durante las últimas décadas del siglo XX, bien como un acercamiento antropológico-imaginario, bien desde perspectivas más generales como las de P. Ricoeur, W. Iser y M. Vargas Llosa, quienes coinciden en sostener que la ficción completaría y compensaría las carencias o frustraciones de la existencia humana. Pero conviene precisar aquí dos cuestiones. En primer lugar, posiciones como las de P. Ricoeur, W. Iser y M. Vargas Llosa soslayan la función inmanente de las ficciones (el placer estético) e implican, al destacar un limitado número de funciones —a saber, autoconocimiento, evasión, compleción, compensación, realización de anhelos, vivencia de otras experiencias—, una visión reduccionista de las mismas puesto que, como explicaremos más adelante, las funciones trascendentes de la ficción son en realidad múltiples y diversas. En segundo lugar, la selección de autores hecha por A. Garrido Domínguez restringe sus respectivas teorías de la ficción —como se anuncia desde el título del libro— a la ficción literaria, dejando de lado sus variadas manifestaciones: ensoñaciones diurnas, juegos infantiles y otras artes de ficción como el cine, el teatro, la pintura, la fotografía, etc. Por consiguiente, será necesario complementar los planteamientos de estos teóricos con los de autores como J.-M. Schaeffer, quien ensaya un acercamiento al estatus y las funciones del dispositivo ficcional de un modo, además de interdisciplinario, integral.
Antes, veamos con detenimiento los diferentes planteamientos sobre la ficción realizados desde consideraciones de índole semántica y pragmática, y sintetizados por A. Garrido Domínguez en la «Introducción» a Teorías de la ficción literaria.
1.1. El enfoque semántico de la ficción
Según A. Garrido Domínguez (1997:13-32), el examen de la naturaleza y de las singularidades de la ficción —la semántica de la ficción— ha tenido una amplia discusión y desarrollo entre los estudiosos de la ficción literaria, sobre todo a partir de la reflexión sobre la noción de mundo posible y los seres que la pueblan. En particular, el enfoque ontológico ha centrado su reflexión sobre la naturaleza de los entes de ficción (personajes y objetos) y sus tipos. T. Parsons, C. Crittenden y H. N. Castañeda sobresalen, entre otros, como responsables de propuestas de gran interés para el debate. Pero, como el análisis de los entes ficcionales es inseparable del que tiene que ver con la naturaleza del lugar que los acoge, se han propuesto diferentes denominaciones para designarlo, entre las cuales destaca la de mundo posible.
La noción de mundo posible, atribuida a Leibniz, cuyos antecedentes se remontarían en el tiempo hasta los conceptos de posibilidad y necesidad de Aristóteles, es recuperada por S. Kripke en 1959 en el marco de la lógica modal. Sin embargo, también habría que poner de relieve la contribución en el siglo XVIII de autores como Breitinger, quien establece una relación explícita entre la noción de mundo posible y la creación literaria. Según Breitinger, el mundo real se encuentra rodeado de infinitos mundos posibles que son fruto de la actividad poético-imaginativa. Ahora bien, pese a que la noción ha encontrado un notable eco entre los teóricos de la ficción literaria, autores como R. Howell advierten sobre los peligros de trasladar al campo literario el modelo de mundos posibles proveniente de la semántica modal, ya que supondría aceptar que su existencia es independiente y anterior al acto de creación y que, por lo tanto, la tarea del escritor se limitaría a describirlos. Por esta y otras razones, teóricos como Th. Pavel, L. Doležel, B. Harshaw, P. Ricoeur y U. Eco, han llegado a proponer alternativas a la noción de mundo posible, cuando no a matizarla. Algunos de ellos, por ejemplo, son partidarios de una semántica específicamente literaria donde se examinarían la cuestión de la ficcionalidad, el valor de verdad de los enunciados en el texto, etc. Así concebida, la noción de mundo posible facilitaría la descripción de los universos textuales como una realidad autónoma, no necesariamente vinculada al mundo actual. Dicha semántica habría de complementarse con una teoría de los textos literarios que tendría que dar cuenta de la naturaleza esencialmente textual de los mundos ficcionales.
En tal sentido, U. Eco antepone la denominación de «mundo ficcional» a la de mundo posible.
Por su parte, B. Harshaw propone los conceptos de campo de referencia interno y campo de referencia externo, porque le parecen de mayor capacidad explicativa que la de mundo posible para dar cuenta de la ficción literaria y de las relaciones entre ficción y realidad, entre otras cuestiones. Lo específico de la literatura, explica B. Harshaw, es la constitución de un campo de referencia interno integrado por diferentes marcos interrelacionados entre sí (en el caso del relato: acontecimientos, personajes, ideas, espacio, tiempo, etc.), que pueden incorporar elementos procedentes de un campo de referencia externo (personajes históricos, referencias geográficas, etc.), dando lugar al solapamiento de ambos campos y a la aparición en el texto de «enunciados de doble dirección», es decir, con referencia simultánea en ambos mundos; verbigracia, el término «Abancay» en Los ríos profundos, de J. M. Arguedas, apunta hacia el campo de referencia interno, del que recibe su sentido básico, y, de manera simultánea, hacia el campo de referencia externo, de donde procede.
T. Albaladejo, en cambio, opta por la noción de «modelo de mundo», esto es, la imagen del mundo que el texto transmite y el conjunto de reglas que han de guiar la constitución del universo textual y su recepción. Según su teoría, existen tres modelos de mundos: tipo 1 o modelo de mundo de lo verdadero, real y efectivo; tipo 2 o modelo de mundo de lo ficcional verosímil; tipo 3 o modelo de mundo de lo ficcional no verosímil. El primero engloba los mundos construidos de acuerdo con las normas del mundo actual, tal es el caso de los contenidos en los textos históricos, científicos y periodísticos. El segundo alude a los mundos instaurados según normas diferentes de las del mundo actual, aunque no contradictorias con este, como en las ficciones literarias realistas. El tercero se refiere a los modelos cuya constitución escapa a las normas propias del mundo actual, como las construcciones ficcionales propias de la literatura fantástica. El tipo 2 y el tipo 3, precisa este autor, no son exclusivos de la literatura, también pertenecen al ámbito de la comunicación práctica como las hipótesis científicas, etc.
Finalmente, L. Doležel y Th. Pavel prefieren referirse a los mundos posibles textuales como mundos alternativos al mundo actual, muy numerosos y accesibles desde este.
L. Doležel, quien desarrolla una teoría de los mundos posibles en el marco de un modelo de múltiples mundos —teoría que parte de una abierta oposición a una semántica mimética—, afirma que de este modelo pueden inferirse tres postulados. El primero enuncia que los mundos ficcionales son conjuntos de estados posibles de cosas. Dentro de este postulado ofrece, a su vez, dos consideraciones. Primero, los particulares o individuos de ficción (posibles no realizados) no representan individuos o universales actuales (entes reales); en consecuencia, mal haríamos en identificar un ser individual de ficción con ningún individuo perteneciente al mundo fáctico (por ejemplo, el dictador Trujillo de La fiesta del Chivo no es ontológicamente el personaje histórico de la República Dominicana, ni confluyen necesariamente en él todas las propiedades de aquel). La segunda consideración alude a una homogeneidad ontológica de los diversos seres que integran los mundos posibles ficcionales, con independencia de su carácter más o menos realista (son ficticios tanto el New York de P. Auster como el Yoknapatawpha de W. Faulkner). Por todo ello, no es posible la identificación ni la interacción entre personajes ficcionales y actuales: lo impiden las fronteras que separan ambos mundos.
El segundo de los postulados que deriva L. Doležel del modelo de mundos posibles se refiere a la permeabilidad de fronteras entre el mundo ficcional y el actual. De esta cuestión también se ocupan, como veremos luego, K. Walton, B. Harshaw, Th. Pavel, M.-L. Ryan.
En estrecha relación con el segundo, el tercer postulado hace alusión a la posibilidad de acceso al conjunto de mundos posibles desde el mundo actual a través de canales semióticos, vale decir, a través de la lectura e interpretación de los textos literarios de acuerdo con las convenciones histórico-culturales, géneros, etc. Pero el mundo actual también penetra en los mundos ficcionales a través de las experiencias del autor, aportando modelos para su organización interna y suministrando materiales previamente transformados para la construcción de tales mundos. En síntesis, para L. Doležel, el texto literario se erige como un puente permanente entre los lectores y el universo ficticio, como un medio (semiótico) de acceso a los mundos posibles de la ficción literaria.
A diferencia de L. Doležel, K. Walton sostiene que el cruce de fronteras entre ambos mundos es posible solamente desde una perspectiva psicológica. De esta forma se explica por qué, cuando leemos en un relato, presenciamos en una acción dramática o vemos en una película que van a asesinar a alguien, experimentamos sensaciones y emociones diversas (pena, escalofrío, miedo), pero no se nos ocurre dejar la lectura, salir del teatro o del cine para buscar ayuda o llamar a la policía. Aunque sintamos miedo, pena, alegría, odio o derramemos lágrimas, como lectores o espectadores mantenemos clara la conciencia de la diferencia entre mundos. El juego de la ficción implica, en opinión de K. Walton, más que «suspensión de la incredulidad» como señala Coleridge, fingir o potenciar la creencia o autosugestión.
Desde otro punto de vista, B. Harshaw habla de modelización y representación, dos procedimientos que ponen en contacto el campo de referencia interno (el mundo de la ficción) y el campo de referencia externo (el mundo objetivo), y permiten el trasvase de material semántico de uno a otro. La modelización implica que los mundos ficcionales se configuran a imagen y semejanza del mundo de la experiencia, mientras que la representación hace referencia al hecho de que todo mundo ficcional representa inevitablemente la realidad.
Para Th. Pavel las fronteras entre el mundo actual y los mundos ficcionales son imprecisas, histórica y culturalmente variables y, desde luego, permeables. El cruce de límites opera en dos sentidos: elementos del mundo actual como los mitos o los poemas épicos terminan ficcionalizándose, y, a la inversa, entidades de los mundos de ficción como parábolas, profecías o novelas de tesis, acaban influyendo en el mundo real. Así, las fronteras de la ficción la separan, de un lado, del mito y, del otro, de la realidad. Además, habría que añadir las fronteras que aíslan el espacio de la ficción de sus lectores y espectadores. Por lo tanto, concluye Th. Pavel, la ficción es colindante con los territorios de lo sagrado, de la realidad y de la representación.
Según M.-L. Ryan, es posible incluso establecer toda una tipología de las formas de acceso a los mundos posibles basándose en elementos compartidos o compatibles entre el mundo actual y los mundos ficcionales. El tipo y el grado de accesibilidad al mundo posible del texto desde el mundo actual varía según los diversos géneros literarios. La compatibilidad absoluta solo es la propia de géneros no ficcionales como la historia, la biografía, el periodismo. Los textos ficcionales pueden reproducir con la máxima precisión la realidad; no obstante, advierte M.-L. Ryan, con el fin de evitar confusiones, deben apartarse de la realidad al menos en un rasgo: su naturaleza ficcional. Así pues, en una escala de menor a mayor dificultad en la accesibilidad de un mundo a otro, estarían la ficción de lo real (A sangre fría, de T. Capote), «ficción histórica y realista» (novela histórica), «fabulación histórica» (con modificaciones del fondo histórico), «ficción realista en tierra de nadie» (sin localización geográfica precisa), «relatos de anticipación», «ciencia ficción», «cuentos de hadas», «leyenda fantástica», «realismo fantástico» (Metamorfosis, de Kafka), «poemas sin sentido» (Jabberwockism), poesía fónica (tipo jitanjáfora). En fin, la accesibilidad a los mundos ficcionales vendría garantizada por la proximidad del mundo actual, puesto que el lector proyecta sobre estos mundos su experiencia y conocimiento del mundo actual.
Ahora bien, las tesis sobre la accesibilidad a los mundos ficcionales plantean también —en palabras de A. Garrido Domínguez— la necesidad de esclarecer el problema de la verdad y la referencia en los textos literarios. Incluso en el caso de que las ficciones literarias contengan mundos imposibles, que contradigan determinadas leyes lógicas o naturales, al lector le bastaría con que tales mundos sean internamente coherentes, opinión sostenida por Th. Pavel, L. Doležel, J. Ihwe y J. Rieser, M. MacDonald, entre otros. En consecuencia, la validación del universo ficcional no dependería tanto de su mayor o menor acuerdo con el mundo actual, como del hecho de que se derive esencialmente de una convención: para que la ficción cobre vida en la mente del lector se requiere, como afirma F. Martínez Bonati, una positiva actitud de conceder un «crédito irrestricto» a las palabras del narrador. Dicho de otra manera, aceptar como verdadero lo dicho por el narrador se convierte en conditio sine qua non de la experiencia estética. Las frases narrativas, en tal sentido, son necesariamente verdaderas ya que son responsables de la generación y la existencia del objeto ficticio, y lo son en virtud de una norma básica de la institución literaria: el juego de la ficción requiere imperiosamente la aceptación como verdaderas de las proposiciones narrativas. Entonces, hay que aceptar que el mundo ficticio es tal como lo presenta el narrador, aun cuando entre en contradicción con determinadas normas del mundo actual o formas de narrar consagradas por la tradición. En cambio, son posibles las reservas del lector ante las afirmaciones de los personajes, que pueden ser verdaderas o falsas. A similares conclusiones llega U. Eco: el juego de la ficción exige del Lector Modelo que no se plantee dudas ni sospechas sobre la verdad o falsedad de lo que el narrador le cuenta; de lo contrario, el mecanismo de la interpretación se bloquea y la vivencia no llega a producirse. Y es fundamentalmente a través de esta vivencia de los mundos proyectados en los textos, vivencia real en cuanto experiencia psíquica, que es establecida, según F. Martínez Bonati, la conexión ficción-realidad.
Mientras que en la Filosofía Analítica la cuestión de la verdad en literatura no llega a plantearse seriamente, debido a la convicción de que en este ámbito no tiene sentido hablar de referencia puesto que esta es indiferente al criterio lógico de verdad/falsedad —salvo en el caso de C. Gabriel, y algunos otros, que sí reconocen el valor cognitivo de las ficciones literarias, decantándose a favor de la existencia de una verdad estética distinta de la verdad científica—, en el debate de los teóricos de la literatura sí se considera pertinente la cuestión de la verdad literaria. Así, para L. Doležel, por ejemplo, el concepto de verdad ficcional se fundamenta en el de existencia ficcional y este a su vez —al igual que plantea F. Martínez Bonati— en el de la llamada función autentificadora propia de los actos de habla del narrador, función de la que carecen los actos de habla de los personajes. Asimismo, sostiene que una frase narrativa es verdadera si refleja una situación existente en el mundo ficcional; por el contrario, si tal situación no se da en el mundo del texto la frase narrativa es falsa. En contraste con las ideas de F. Martínez Bonati, L. Doležel no cree que pueda atribuirse valor de verdad a las afirmaciones del narrador por el hecho de que se refieran a un mundo, sino que el valor de verdad es construido precisamente por tales afirmaciones; dicho de otra forma, los mundos ficcionales son el resultado de la actividad textual. El concepto de verdad literaria, para L. Doležel, se identifica con el de coherencia interna del texto narrativo y depende, por esta razón, de su acuerdo con los hechos reflejados en él. La credibilidad del narrador depende de la correspondencia entre sus afirmaciones y los acontecimientos narrados. Se trata de una verdad interna al mundo del texto, garantizada por él, que puede entrar en contradicción (aunque no necesariamente) con el mundo actual. El planteamiento de este autor concuerda con su defensa de una literatura no necesariamente mimética y referencial, que reclama para los mundos ficcionales la posibilidad de una autonomía respecto del mundo actual.
Entre las posturas de L. Doležel y F. Martínez Bonati, W. Mignolo argumenta que la «creación» de los objetos ficticios se lleva a cabo en el mundo actual del autor y sus lectores, pero «existen» únicamente en el mundo actual del narrador, que es quien legitima su existencia. De esta forma, se garantiza la autonomía del mundo ficcional y, al mismo tiempo, su conexión con el mundo real, lugar donde se realiza su producción imaginaria.
Desde otra perspectiva, N. Goodman plantea que existen tantos mundos o realidades como modos de describirlos. Los mundos de la literatura son, en efecto, tan reales como los descritos por la física o la biología. Solo se trata de puntos de vista alternativos, diferentes y válidos de la realidad. En definitiva, la realidad se construye gracias a los diversos sistemas de descripción y a su capacidad de simbolización.
A propósito de la estrecha vinculación entre la realidad y los diversos modos de describirla, la tesis de J. S. Schmidt se aproxima a la N. Goodman, aunque desde un enfoque empírico de los estudios literarios, el cual ha recibido progresivamente el influjo de las teorías biológicas del conocimiento (constructivismo cognitivo) de H. Maturana y del constructivismo funcional de P. Finke. Así, para J. S. Schmidt la noción de realidad no es un «dato objetivo», sino más bien una construcción mental, o sea, una elaboración del cerebro a partir de la información que le suministran los diferentes sentidos a través del sistema nervioso. Esto implica la homologación de todos los sistemas de representación del mundo (científico, periodístico, filosófico, literario, etc.) puesto que todos crean en efecto su objeto. Por consiguiente, si el término «ficción» se entiende como «construcción de mundos», todo el discurrir del ser humano sobre la realidad está impregnado de ficcionalidad.
Un planteamiento tan extremo, afirma A. Garrido Domínguez, colisiona necesariamente con una tradición teórico-crítica muy arraigada: la noción aristotélica de mímesis (noción que, como veremos más adelante, será rehabilitada por J.-M. Schaeffer para su análisis de todas las clases de ficciones, en tanto que expresiones culturales de conocimiento y gozo). Por ello considera que vale la pena examinar los esfuerzos por recuperar dicho concepto y adaptarlo a las exigencias de los nuevos enfoques sobre la ficción. En tal dirección destaca los trabajos de K. Hamburger, P. Ricoeur y S. Reisz de Rivarola.
K. Hamburger pone de relieve la capacidad de la mímesis-ficción para hacer vivir los mundos literarios como algo verdaderamente real y no como simple apariencia de realidad. Esta capacidad se derivaría del uso peculiar que la literatura hace del lenguaje y del funcionamiento de los mecanismos de la enunciación. Es justamente este uso peculiar del lenguaje el que permite reconocer como ficticios el relato en tercera persona (heterodiegético) y el drama, y como no ficticios el poema lírico[3], la narración autobiográfica y las diversas modalidades de la comunicación fáctica, donde se establece una distinción clara entre el sujeto y el objeto de la enunciación: el sujeto elabora verbalmente un objeto preexistente (ideas, experiencias, acontecimientos, etc.), de ahí que haya una distinción clara entre el tiempo de la enunciación y el del enunciado. Ocurre de igual modo en el relato autobiográfico, donde el enunciador-narrador se enfrenta a su propio pasado. Al contrario, en el relato en tercera persona no se da una auténtica enunciación, sino más bien una «función narrativa»; el objeto del enunciado no preexiste al momento de la enunciación: es producido en el curso de esta. De ninguna manera es pertinente establecer entonces una separación entre el tiempo de la enunciación y del enunciado, ya que en el relato en tercera persona no se da otro tiempo que el presente y, por tanto, la simultaneidad entre el acto de contar y el del objeto de la narración.
Desde otro ángulo, la teoría de «las tres mímesis» le permite a P. Ricoeur concebir el texto como mediador entre el mundo de ficción y el mundo actual del autor y el lector. El carácter de intermediario del texto es garante de su vinculación al mundo real en más de un sentido: de un lado, porque el objeto proyectado en el texto (la historia o la acción) responde al modelo humano y a lo que implica cualquier acción (agentes, circunstancias espacio-temporales, objetivos, etc.), de otro, porque el texto presupone y exige la presencia de un lector como destinatario natural. Consiguientemente, la autonomía del texto literario puede defenderse solo en el plano de los signos o las convenciones que regulan su constitución (dimensión semiótica), pero en modo alguno en cuanto a su sentido (dimensión semántica), porque el sentido o los presupuestos para la inteligibilidad del texto proceden siempre del exterior y se fundamentan en ese saber sobre el mundo y las convenciones literarias compartidos por el autor y el lector. De este planteamiento, se puede colegir que la literatura es inevitablemente mimética, pero nunca en el sentido de que sea una representación directa la realidad. De hecho, el autor insiste en que el mundo del texto literario no es un dato empírico, sino que, como producto de la imaginación, se trata de un mundo regido por la lógica del como si y, justo por eso, se inscribe en el ámbito de lo posible. Para llegar a esta conclusión, P. Ricoeur correlaciona las nociones aristotélicas de póiesis, mímesis y mythos, correlación que le sirve para formular la siguiente concepción de ficción literaria: actividad creadora (póiesis) que consiste en una imitación de acciones (mímesis) inseparable de su organización en el marco de la trama (mythos). Esta operación se interpreta como un proceso mediante el cual se lleva a cabo la construcción de la trama, operación que afecta tanto al ensamblaje de los materiales como a su sentido y que se regula según dos grandes criterios: verosimilitud y necesidad. El primer criterio funciona como línea divisoria entre los discursos poético e histórico, y conduce a una definición de lo literario como un universo de ficción, fruto de la actividad imaginaria. El segundo se presenta como un principio regulador de lo ficcional al interior del discurso y se convierte en un importante soporte de la verosimilitud en los casos en que el mundo representado parece alejarse en exceso de lo creíble o lo contraviene abiertamente. En este caso —avalado por la frase aristotélica de que lo imposible verosímil es preferible a lo posible pero no convincente— la trama resulta creíble porque es internamente coherente, es decir, instaura mundos con su propia lógica y esto los hace convincentes. De esta suerte, los mundos posibles pasan por verdaderos gracias al arte de la ficción.
S. Reisz de Rivarola tiene un planteamiento distinto de P. Ricoeur, pero en gran medida convergente. Aunque está de acuerdo con la defensa de un enfoque pragmático de la ficción, se adhiere a la postura de H. Glinz en su noción de realidad, aprovechando la distinción establecida entre facticidad y realidad. Lo fáctico se refiere a lo realmente acontecido en un tiempo y lugar precisos; lo real, en tanto concepto envolvente, alude tanto a lo sucedido cuanto a lo que es posible o creíble que ocurra. De este modo, la ficción puede formar parte de la noción global de realidad. A partir de aquí, la autora procede a reexaminar la distinción aristotélica entre el discurso histórico (ámbito de lo fáctico) y el discurso poético (terreno de lo no fáctico e instaurador de mundos posibles). La noción de realidad evocada a través del concepto de verosimilitud debe entenderse no como algo fijo, sino como un modo de «contemplar» el mundo que depende de diversos factores: entre otros, la idea del universo defendida por científicos y pensadores y las propias convenciones literarias como lo géneros. A la luz de esta noción de realidad encuentran explicación las variadas modalidades de existencia (real, fáctica, posible, posible según lo necesario, posible según lo verosímil, posible según lo relativamente verosímil, no fáctica, imposible o irreal) y las múltiples transformaciones a que son sometidas en el campo de la ficción. Para S. Reisz de Rivarola, lo específico de los textos ficcionales, y lo que constituye el criterio para establecer las fronteras con los no ficcionales, reside en su naturaleza imaginaria, o sea, en que encierran mundos construidos autorreferenciales o pseudorreferenciales. De estos mundos proceden las claves de su interpretación, y no de la realidad fáctica.
Además de los tres postulados derivados de la teoría de los mundos posibles en el marco de un modelo de múltiples mundos, L. Doležel señala tres rasgos característicos de los mundos ficcionales que facilitan su identificación, los cuales conviene citar a continuación a fin de concluir con los aportes del enfoque semántico de la ficción reseñados por A. Garrido Domínguez.
El primer rasgo se refiere al carácter incompleto de los mundos ficcionales, un rasgo que los distingue de los mundos posibles y del mundo actual, que son más o menos completos. Los teóricos de la literatura tratan de descubrir los principios reguladores de las carencias informativas sobre los mundos del texto. L. Doležel y Th. Pavel señalan, en tal sentido, que el grado de saturación o insuficiencias informativas de un texto se ven condicionados por principios estéticos (géneros, estilo del escritor, etc.) y por los sistemas de valores de una época, movimiento o escuela (Realismo, vanguardias, etc.). Al respecto, A. Garrido Domínguez comenta que la literatura del siglo XX, por ejemplo, se ha vuelto más elíptica como resultado, entre otras razones, del intento de reflejar la propia indeterminación del universo. M.-L. Ryan, por su parte, señala cómo el aparente respeto hacia la realidad objetiva y la impresión de mundo cerrado y completo que produce la novela realista decimonónica constituyen un espejismo a través del cual pretenden camuflar sus lagunas.
El segundo rasgo de los mundos ficcionales apunta a la heterogeneidad semántica en no pocos de ellos. Este rasgo tiene que ver con la constitución interna de los mundos ficcionales en tanto mundos compuestos a su vez por los submundos o dominios de cada personaje. Todos los mundos ficcionales participan ontológicamente de la homogeneidad que les confiere su naturaleza ficcional; sin embargo, algunos de estos mundos presentan constitutivamente una mezcla de dominios (heterogeneidad semántica) que contienen más de un sistema de realidad. Siempre cabe la posibilidad de contacto entre los diversos dominios a través de sus frontera o límites. Por otro lado, la relación entre los dominios nunca es de igualdad, sino de jerarquía, lo que repercute tanto en la constitución interna como en el sentido del mundo ficcional.
Un tercer rasgo señalado por L. Doležel afirma que los mundos ficcionales son fruto de la actividad textual. Estos mundos son construidos gracias al dinamismo de la imaginación poética. El texto literario funciona como lugar de proyección de la actividad de imaginación creadora no solo para erigir mundos ficcionales, sino también para su almacenamiento y transmisión, lo que facilitaría su actualización por receptores muy diversos en cualquier momento. En consecuencia, la existencia ficcional es inseparable de los textos, textos que son la expresión de un acto de habla mediante el cual lo no existente cobra existencia y adquiere credibilidad gracias al poder legitimador del discurso del narrador (en el caso del relato).
Desde otras posiciones, U. Eco, P. Ricoeur y A. García Berrio se refieren también a la estrecha relación entre texto y mundo. De acuerdo con U. Eco, los mundos posibles narrativos existen gracias a los textos, que funcionan como una estrategia lingüística destinada a suscitar una interpretación por parte del Lector Modelo. Asimismo, tanto P. Ricoeur como A. García Berrio insisten en el papel del texto como soporte de sus capacidades imaginario-sentimentales, así como de la operación de configuración del mundo proyectado en él y de la función de mediación entre la realidad que le precede y la evocada a través del acto de lectura.
1.2. El enfoque pragmático de la ficción
Según A. Garrido Domínguez (1997:32-36), es necesario complementar el enfoque semántico de la mayoría de las propuestas examinadas anteriormente con el enfoque pragmático, que ha terminado por abrirse camino en el análisis de casi todas las cuestiones concernientes al fenómeno literario. Sin embargo, advierte, no todos los planteamientos formulados desde esta perspectiva son igualmente respetuosos con las peculiaridades de un ámbito tan singular.
Representantes de la pragmática filosófica, como J. L. Austin, J. R. Searle y G. Gabriel, coinciden en señalar —explica A. Garrido Domínguez— que en literatura no se dan las circunstancias habituales de un acto de habla normal, porque, de un lado, sus afirmaciones se muestran indiferentes al criterio lógico de verdad/falsedad (al quedar suspendidas las reglas que regulan la referencia, la argumentación, la sinceridad, la consecuencia, la denotación y la aserción), de otro, en los actos de habla literarios el emisor (autor) finge ser el personaje que está en el uso de la palabra (relatos en primera persona). Por eso, se ha llegado a calificar el discurso literario como un uso parasitario, no serio y no pleno, y los actos de habla en que aparece como cuasi-actos.
Autores como R. Ohmann y S. Levin, aceptan en términos generales los planteamientos de J. L. Austin y J. R. Searle, en tanto que F. Martínez Bonati, S. Reisz de Rivarola, Th. Pavel y otros, lo rechazan. G. Genette, por su parte, reconoce el valor la propuesta de J. L. Austin y J. R. Searle, aunque la matiza de la siguiente manera: aunque es correcto afirmar que en los actos de habla literarios se suspenden las condiciones normales de un acto comunicativo y, por ello, pueden calificarse de actos fingidos, resulta innegable que el novelista está ejecutando un acto de habla auténtico a través del cual se está llevando a cabo la producción de un universo de ficción. De ahí que lo característico de los actos de habla ficcionales sea la instauración de un mundo de ficción (un objeto imaginario) a partir de la doble actitud que puede adoptar el emisor: invitando al lector a realizar con él un recorrido por los territorios de la imaginación o instándole a prestar la máxima credibilidad a ese mundo sobre la base de la autoridad que le confiere la institución literaria, institución que lo avala.
F. Martínez Bonati y S. Reisz de Rivarola discrepan tanto de J. R. Searle como de G. Genette, en el sentido de que el discurso narrativo constituye un acto de habla pleno y auténtico, aunque sea de fuente ficticia: la misión del autor consiste en producir los signos que posteriormente aparecerán en boca del narrador, quien es el responsable directo e inmediato del discurso.
De la misma opinión es Th. Pavel, pese a reconocer que los actos de habla literarios son actos de habla «sui generis». Para este autor, una de las grandes falencias de la Teoría de los Actos de Habla reside en no tomar en consideración las peculiaridades de la literatura como fenómeno comunicativo. Por eso, esta teoría tiene poca sensibilidad hacia la figura del emisor, convencionalmente ausente del ámbito textual, quien se manifiesta en el discurso a través de la figura delegada del narrador (con sus máscaras). Este hablar por persona interpuesta constituye uno de los fundamentos de la ficcionalización del discurso literario y, por lo mismo, carece de sentido exigir sinceridad y verdad en un mundo que, por definición, juega permanentemente con estos conceptos. Distinguir entre de actos de habla auténticos y fingidos no tiene mucho sentido en un ámbito en el que resulta muy difícil separar lo que ha de imputarse al autor de lo que corresponde estrictamente al universo representado. En suma, el enfoque pragmático conduce a una separación tajante entre los usos serios y comprometidos del lenguaje y los usos lúdicos o, en los términos de Th. Pavel, usos averiados.
El planteamiento de Th. Pavel es compartido por P. Ricoeur, U. Eco, T. Albaladejo y H. Friecke; en tanto que S. J. Schmidt o D. Villanueva destacan la importancia del enfoque pragmático. P. Ricoeur y U. Eco arguyen, por su parte, que el proceso de ficción no se detiene en el texto y solo se complementa cuando el Lector Modelo, un lector que presta toda la colaboración posible —activando al máximo su competencia sobre el mundo y la específicamente literaria— lo recibe desde su peculiar situación individual y sociocultural. Este proceso de recepción es concebido por W. Iser como un rellenar casillas vacías, por R. Ingarden como un concretar las amplias posibilidades de sentido del texto y por K. Hamburguer como vivencia de la ficción.
Para S. J. Schmidt, la ficcionalidad es definible solamente desde una consideración de índole pragmática, desde convenciones social e históricamente condicionadas e institucionalizadas que regulan el comportamiento del lector ante el tipo de discurso propio de la comunicación literaria y determinan tanto la lógica interna de los mundos ficcionales como la propia noción de realidad. En otra parte, S. J. Schmidt afirma asimismo que no es la ficción lo que define el carácter literario de un texto, sino la pauta de conducta llamada literatura.
En resumidas cuentas, gracias al recuento de las principales teorías sobre la ficción literaria llevado a cabo por A. Garrido Domínguez, hemos revisado hasta aquí los planteamientos —divergentes en algunos casos, convergentes en otros— de importantes filósofos y estudiosos de la literatura del siglo XX, agrupados según el enfoque asumido como punto de partida de sus respectivos análisis: ontológico, semántico, pragmático, antropológico. Sin embargo, a fin de realizar una aproximación a la noción de ficción no solo de índole interdisciplinar, sino también de carácter integral —esto es, que dicha noción sea capaz de abarcar todas las formas de la ficción: cine, teatro, pintura, etc.—, será necesario resumir en la siguiente sección las principales conclusiones a las que arriba J.-M. Schaeffer en ¿Por qué la ficción? (2002), una exhaustiva y rigurosa investigación que se caracteriza precisamente por su notable amplitud de miras.
Pero antes de seguir adelante, cabría señalar que, en lo relativo a la cuestión de la pertinencia de un enfoque u otro para el abordaje de las cuestiones relativas a la ficcionalidad, J.-M. Schaeffer (pp. 196-197) considera que tampoco hay que concluir de la discusión dedicada a las definiciones semánticas que la cuestión de los lazos que la ficción mantiene con la realidad no ficcional carezca de interés. No obstante, a partir del momento en que se admite que la distinción entre ficción y no ficción es de orden pragmático, ya no es en absoluto pertinente poner en el centro de la investigación el problema de las relaciones entre las representaciones ficcionales y la función referencial de los signos (lingüísticos u otros), o el de la diferencia de estatus entre las entidades ficcionales y las entidades realmente existentes. Pues el hecho de que la ficción sea instituida gracias a un fingimiento compartido les resta gran parte de su importancia, ya que la persona que entra en un dispositivo ficcional no va a embarcarse en un cuestionamiento referencial en el sentido lógico del término. Desde este punto de vista, antes de plantearse la cuestión de las relaciones de la ficción con la realidad, hay que preguntarse qué tipo de realidad es la ficción misma. En efecto, dice el autor, la ficción también es una realidad y, por ello, una parte integrante de la realidad. Ahora bien, a diferencia de la noción de realidad de N. Goodman y J. S. Schmidt, quienes la conciben como una construcción mental, y más cerca de la noción de realidad de S. Reisz de Rivarola y H. Glinz, que, en tanto concepto envolvente (lo real), alude tanto a lo sucedido (facticidad) cuanto a lo que es posible o creíble que ocurra (ficción), la realidad es entendida por J.-M. Schaeffer como la realidad física de la que formamos parte, que engloba distintas realidades como las realidades mentales, los hechos sociales, etc., susceptible de ser descrita en sus múltiples aspectos o niveles. La cuestión primordial no es entonces la de las relaciones que la ficción mantiene con la realidad; se trata más bien —insiste el autor— de ver cómo opera la ficción en la realidad, o sea, en nuestras vidas. Y el modo de operación de la ficción —asegura— es el de una modelización mimética.
Así pues, desde el momento en que no se aceptan las definiciones semánticas de la ficción, la cuestión central es saber en qué consiste la especificidad de la modelización ficcional.
En tal sentido, J.-M. Schaeffer se concentra en distinguir tres cuestiones fundamentales: la del estatus del dispositivo ficcional, la de su función inmanente y la de sus posibles funciones trascendentes; cuestiones que, como veremos enseguida, ha tratado de elucidar a lo largo de su trabajo desde múltiples perspectivas, y que serán cruciales, en contraste con los aportes de los investigadores reseñados por A. Garrido Domínguez, para responder adecuadamente a las interrogantes iniciales de nuestro ensayo; a saber: ¿qué provecho podríamos sacar, en relación con el actual contexto bélico, de la lectura de obras como la Ilíada, Por quién doblan las campanas o Todas las sangres?, ¿pueden estas ficciones acercarnos a «lo real» de las guerras?, ¿son las ficciones un medio eficaz de conocimiento? En definitiva, ¿qué son las ficciones, qué funciones tienen y qué papel juegan en la cultura humana?
2. La ficción: estatus y funciones
En principio, y desde un ángulo de orientación antropológica, J.-M. Schaeffer demuestra en ¿Por qué la ficción? (2002) que las ficciones, desde los juegos de rol infantiles y las ensoñaciones diurnas, hasta las obras de arte miméticas públicas (relatos verbales, teatro, cine, pintura, fotografía, juegos de ficción digital, etc.), no solo conforman uno de los aspectos fundamentales de nuestra relación con lo real, de hecho: nos constituyen como especie. El aporte de J.-M. Shaeffer supone un gran avance de la perspectiva antropológica desarrollada hasta finales del siglo XX por autores como P. Ricoeur, W. Iser, A. García Berrio, J. Burgos. Sobre la base de una rigurosa investigación, desarrolla «un análisis de la ficción capaz de hacernos comprender su papel en la cultura humana», que de paso explica «la importancia antropológica de las artes miméticas, habida cuenta de que esas artes son también [...] artes de la ficción» (p. XV). De esta manera, intenta comprender los fundamentos antropológicos de la ficción, concediéndole importancia «a la cuestión de las actitudes mentales, las competencias intencionales, los mecanismos psicológicos, los presupuestos pragmáticos, etc., que nos permiten crear (y comprender) las ficciones» (p. XXI), concebidas estas más ampliamente «como conquista cultural de la humanidad» (p. 147).
En esta línea de trabajo realiza, especialmente en el tercer capítulo, una exhaustiva indagación de la competencia ficcional (2. La filogénesis de la ficción: del fingimiento lúdico compartido, 3. La ontogénesis de la competencia ficcional: de la autoestimulación mimética, ontogénesis de la competencia ficcional), y llega a la conclusión, anticipada en el «Preámbulo», de que «la especie humana parece ser la única en haber desarrollado una aptitud para producir y “consumir” ficciones en el sentido canónico del término, es decir, representaciones ficcionales» (p. XVIII). Asimismo, afirma que la «institución del territorio de la ficción facilita la elaboración de una membrana consistente entre el mundo subjetivo y el mundo objetivo» y «desempeña un papel importante en esta distanciación original que origina conjuntamente el “yo” y la “realidad”». En efecto, «al construir mundos imaginarios, el niño descubre que las representaciones que experimenta se dividen en dos clases distintas: por un lado, los contenidos mentales endógenos que dependen de sus actos volitivos, por el otro, las representaciones de origen exógeno que se le imponen» (p. 310). Por otra parte, el «hecho de haber adquirido en una edad más temprana la competencia del fingimiento lúdico es lo único que explica que, más tarde, seamos capaces de apreciar ficciones artísticas más complejas» (p. XXI). En definitiva, el nacimiento de la competencia ficcional no solo es un proceso complejo, sino también un factor muy importante en el proceso de control de la realidad. Gracias al desarrollo de la competencia ficcional desde —y través de— las ensoñaciones diurnas y los juegos de rol de la infancia —sofisticada manifestación de la actividad imaginativa de nuestra especie—, no solo aprendemos a apreciar obras de ficción del cine, la literatura, la pintura, etc., sino también a distinguir entre el mundo subjetivo y el mundo objetivo, entre contenidos mentales endógenos y exógenos, a establecer una estructura epistémica estable entre el yo y la realidad, y, al hacerlo, nos constituimos como una especie distinta de las demás.
Pero lo central en ¿Por qué la ficción?, de J.-M. Schaeffer, es distinguir, como dijimos antes, tres cuestiones fundamentales de la ficción: la de su estatus, la de su función inmanente y la de sus funciones trascendentes.
Por eso, desde el primer capítulo, el investigador empieza por desmantelar la argumentación platónica esgrimida en La República en contra de las artes de ficción. Pero no refuta la posición de Platón y la de sus discípulos, como advierte en el «Preámbulo» (pp. XVI y XVII), sino que demuestra que los presupuestos sobre los que se sostiene están ligados a una profunda incomprensión de la naturaleza de las actividades miméticas —«sería absurdo criticar a Platón por no haber tenido en cuenta los conocimientos actuales en el campo de la psicología del desarrollo» (p. 37)—, como testimonia la amalgama insidiosa entre ficción e ilusión engañosa, y la sospecha de un contagio de la realidad por los simulacros. De ahí la importancia de una clarificación nocional —tarea a la que se aboca en la mayor parte de su libro— que permita «resituar la ficción en el contexto global de nuestras maneras de representar el mundo y de interactuar con él» (p. XVII). En tal sentido, cabría precisar con J.-M. Schaeffer que toda representación mental es una realidad virtual y que las realidades virtuales nacen con los sistemas biológicos de representación. La ficción es una modalidad particular de la representación y es, al mismo tiempo, una forma específica de lo virtual. Por lo demás, de acuerdo con P. Lévy, citado por J.-M. Schaeffer en una nota al pie, «el nacimiento de los procedimientos de virtualización se remonta al nacimiento del lenguaje: de hecho, el lenguaje no es sino el más complejo y el más reciente de los sistemas representacionales desarrollados en el curso de la evolución de las especies» (p. XII).
Así pues, con el afán de dilucidar la noción de ficción, J.-M. Schaeffer le concede una posición central a la noción de mímesis, la misma que describirá en el segundo capítulo asociada a las siguientes categorías: imitar, fingir, representar y conocer, tratando de «integrar el punto de vista platónico (la imitación como fingimiento) en el modelo aristotélico (imitación como modelización cognitiva)». «Sólo esta doble perspectiva», asevera, «permite comprender por qué la ficción es una conquista cultural de la humanidad» (p. 39). Consiguientemente, en adelante defenderá la necesidad de entender la mímesis como un medio de conocimiento. Pese a que dos milenios de racionalismo filosófico han tendido a restar legitimidad a los procesos de aprendizaje por imitación y por inmersión (proceso por el cual uno se sumerge en el universo imaginario o ficticio), considerando como una mera opinión cualquier creencia que no se funde en razones que se puedan explicar y enumerar, el aprendizaje mimético —afirma J.-M. Schaeffer —posee características que van contra ese modelo racionalista. «Los conocimientos adquiridos por mimemas», arguye, «son interiorizados en bloque por inmersión, al margen de todo control inmediato ejercido por el contexto ambiental o por la instancia de cálculo racional. Del mismo modo, estos conocimientos son empleados espontáneamente —es decir, una vez más sin intervención de un cálculo racional— cuando se presenta el contexto situacional pertinente» (p. 100). Por lo demás, el aprendizaje mimético «constituye uno de los cuatro tipos canónicos de aprendizaje, junto a la transmisión cultural de saberes explícitos, al aprendizaje individual por ensayo y error y al cálculo racional» (p. 102).
A esta altura de su análisis, J.-M. Schaeffer sostiene que ha demostrado que uno puede adquirir conocimientos entregándose a una práctica mimética; sin embargo, observa a su vez que aún no ha respondido a otra de las vertientes de la objeción platónica: a la tesis según la cual el público que asiste a los espectáculos miméticos no obtiene de ellos el menor beneficio cognitivo. De igual modo reconoce que hasta ahora ha tratado la ficción como si pudiera reducirse a su parte de apariencia y de inmersión mimética. Pero, cuando se trata de ficciones artísticas, no es tanto el fingimiento en sí lo que interesa como aquello a lo que esta nos da acceso: el universo ficcional. «Del mismo modo que, en el aprendizaje por observación, la inmersión mimética no es más que el medio gracias al cual asimilamos o aprendemos la estructura comportamental cuyo dominio queremos adquirir [verbigracia, el aprendizaje de la cinegética en las tribus primitivas, el del aprendiz en un taller de orfebre, etc.], en los dispositivos ficcionales, la apariencia y la inmersión no son más que los vectores que nos dan acceso al universo ficcional» (p. 114). Entonces, para que el dispositivo ficcional pueda ser un modo de aprendizaje, es necesario que la modelización ficcional tenga un alcance cognitivo. Sin embargo, si la ficción es engendrada mediante una apariencia y el universo que proyecta no existe más allá de ese mismo acto de proyección, ¿cómo podría tener un alcance cognitivo? Para contestar apropiadamente, es necesario responder —asegura J.-M. Schaeffer— a la siguiente pregunta: ¿qué es la ficción?
Para dar respuesta a esta cuestión, y avanzar en la demostración del alcance cognitivo de la modelización ficcional, J.-M. Schaeffer continúa en el capítulo tercero la fundamental tarea de esclarecimiento nocional y demuestra más ampliamente que ficción no es sinónimo de engaño, poniendo en relación estas nociones con las de fingimiento e imitación (todo fingimiento implica una imitación). Si bien la ficción y el engaño —un engaño es una imitación, pero una imitación que no es reconocida como tal— proceden de las actividades de fingimiento, hay que distinguir entre el fingimiento «serio», correspondiente al engaño, del fingimiento «lúdico», sobre el que descansa propiamente la ficción como dispositivo público compartido. «Cuando finjo seriamente, mi objetivo es engañar efectivamente a aquel a quien me dirijo. Cuando finjo con una intención lúdica, evidentemente, no es ese el caso: al contrario, no quiero engañarle». Las condiciones de éxito en ambos casos están en polos opuestos: «un fingimiento serio [engaño] solo puede tener éxito si no es compartido, un fingimiento lúdico [el hacer-como-si de la ficción] sólo puede tener éxito si es compartido» (p. 130). En otros términos: la «función del fingimiento lúdico es crear un universo imaginario y empujar al receptor a sumergirse en ese universo [inmersión], no inducirle a creer que ese universo imaginario es un universo real» (p. 138). Para el caso, existe una regla constituyente fundamental de toda ficción: «la instauración de un marco pragmático adecuado a la inmersión ficcional» (p. 128), que impide confundir, como temía Platón, realidad y ficción, o «contaminar» una con la otra. En resumen, el fingimiento que preside la institución de la ficción pública no solo debe ser lúdico, sino además compartido. No basta con que el inventor de una ficción tenga la intención de fingir lúdicamente, también es necesario que el receptor reconozca esa intención y, por lo tanto, que el primero le dé los medios para hacerlo. El «estatus lúdico depende únicamente de la intención del que finge»; no obstante, «para que el dispositivo ficcional pueda ponerse en marcha, esta intención debe dar lugar a un acuerdo intersubjetivo» (p. 129).
En este razonamiento coinciden, como ya vimos, P. Ricoeur, U. Eco, T. Albaladejo, H. Friecke y Th. Pavel, cuando sostienen que el enfoque pragmático conduce a una separación tajante entre los usos serios y comprometidos del lenguaje y los usos lúdicos o averiados. Por otra parte, S. J. Schmidt, para quien la ficcionalidad es definible solamente desde una consideración pragmática, es decir, desde convenciones social e históricamente condicionadas e institucionalizadas que regulan el comportamiento del lector ante el tipo de discurso propio de la comunicación literaria, afirma que no es la ficción lo que define el carácter literario de un texto, sino la pauta de conducta llamada literatura. Y es precisamente esta pauta de conducta, que puede referirse no solo a la literatura, sino a cualquier arte de ficción, la que determina, en los términos de J.-M. Schaeffer, la instauración de un marco pragmático adecuado a la inmersión ficcional, que implica las condiciones de éxito del fingimiento lúdico compartido que preside la institución de una ficción pública.
Finalmente, ya en la «Conclusión» de su libro, luego de examinar en el cuarto capítulo algunos dispositivos ficcionales tales como los juegos, las ensoñaciones, el relato de ficción, la ficción teatral, las representaciones visuales, el cine, las ficciones digitales, y de analizar la cuestión de los vectores y la postura ficcional, centrado siempre en la búsqueda de una descripción de la ficción que sea capaz de dar cuenta de todas sus formas, que permita resituar la ficción en el contexto global de nuestras maneras de representar el mundo y de interactuar con él, y que además facilite comprender el hecho de que de las ficciones artísticas —contra lo que creía Platón— puede muy bien obtenerse beneficios cognitivos, J.-M. Schaeffer consigue dejar en claro tres aspectos centrales en relación con la noción de ficción: el estatus, la función inmanente y sus funciones trascendentes.
Veamos, a continuación, cada una de ellos.
2.1. Estatus de la ficción
Desde el punto de vista de su estatus (modo de operación), J.-M. Schaeffer demuestra que las ficciones son efectivamente operadores cognitivos, y en un doble sentido, pues son la aplicación de un conocimiento y, al mismo tiempo, una fuente de conocimiento. Al igual que otros operadores cognitivos, como la percepción visual, las ficciones nos dan acceso a la realidad en que vivimos y nos transmiten información sobre ella. Si «el dispositivo ficcional es un operador cognitivo —argumenta—, es porque corresponde a una actividad de modelización, y toda modelización es una operación cognitiva». Y agrega: en el caso de las ficciones canónicas, resulta particularmente evidente, «pues su relación con el mundo es de naturaleza representacional y la elaboración de una representación (como proceso mental u operación públicamente accesible) es por definición una operación cognitiva» (p. 305).
Desde otras perspectivas, como quedó dicho más arriba, autores como C. Gabriel, representante de una Filosofía Analítica para la cual la cuestión de la verdad en literatura no llega a plantearse seriamente, también reconocen el valor cognitivo de las ficciones literarias, al igual que la mayoría de los teóricos de la literatura. En tal sentido, aunque desde una perspectiva semántica, investigadores como L. Doležel, K. Walton, B. Harshaw, Th. Pavel, M.-L. Ryan, se ocupan de la cuestión de la permeabilidad de las fronteras entre la ficción y la realidad, y de la posibilidad de acceso al mundo ficcional desde el mundo actual a través de canales semióticos, psicológicos (el proceso de lectura e interpretación del texto literario, el proceso de escritura y la experiencia del autor que aporta materiales previamente transformados, etc.). Todo lo cual estaría en condiciones de abonar la tesis de J.-M. Schaeffer cuando sostiene que la ficción, en tanto operador cognitivo, nos da acceso a la realidad al tiempo que transmite información sobre ella. De igual modo, parecen convergentes las posiciones de M.-L. Ryan y B. Harshaw. De un lado, M.-L. Ryan asegura que la accesibilidad a los mundos ficcionales vendría garantizada por la proximidad del mundo actual, puesto que el lector proyecta sobre estos mundos su experiencia y conocimiento del mundo actual, de otro, B. Harshaw analiza la cuestión de la accesibilidad sobre la base de dos conceptos: modelización y representación, dos procedimientos que ponen en contacto el campo de referencia interno (el mundo de la ficción) y el campo de referencia externo (el mundo objetivo), y permiten el trasvase de material semántico de uno a otro; la modelización implica que los mundos ficcionales se configuran a imagen y semejanza del mundo de la experiencia, mientras que la representación hace referencia al hecho de que todo mundo ficcional representa inevitablemente la realidad.
Ahora bien, si la ficción es un operador cognitivo como afirma J.-M. Schaeffer, puesto que corresponde a una actividad de modelización y, por consiguiente, da acceso y transmite información sobre la realidad, ¿en qué consiste la especificidad de la modelización ficcional?
2.1.1. Especificidad de la modelización ficcional
Hacia la mitad de la última sección del capítulo tercero (pp. 198-215), J.-M. Schaeffer da una respuesta categórica a esta cuestión. Considerando que la ficción es una forma específica de representación, es conveniente —según él— distinguir tres tipos de modelos de representación mental del mundo: el modelo nomológico, el modelo mimético-homólogo y el modelo mimético ficcional. El nomológico es un modelo matemático o digital, cuyo acceso o reactivación se opera mediante el cálculo racional y es más común en las ciencias naturales para explicar, mediante premisas (leyes y datos), hechos (o regularidades) y leyes científicas, aunque también puede aplicarse a las ciencias sociales; por ejemplo, se podría explicar un aumento en el desempleo citando leyes económicas y condiciones económicas específicas. El modelo mimético-homólogo se adquiere o reactiva a través de la inmersión mimética; tal es el caso de las formas de aprendizaje por observación, los textos de contenido factual (historia, periodismo, sociología), etc. Ambos tipos de modelos comparten una misma restricción cognitiva: la relación entre el modelo y lo que es modelizado debe ser de naturaleza homológica, es decir, deben mantener las equivalencias estructurales locales y globales o, dicho de otra manera, las propiedades del modelo siempre deben corresponder con las propiedades de lo que es representado.
A diferencia de los modelos nomológico y mimético-homólogo, la modelización ficcional, cuyo modo de adquisición y de reactivación es la inmersión ficcional (participar de juegos de fingimiento o de juegos digitales, tener ensoñaciones diurnas, consumir ficciones artísticas en general: leer un poema o una novela, ir al teatro, ver una serie de televisión, etc.), está ligada a la realidad por lazos de analogía global y no por homología: no es necesario que deba las propiedades que tiene al hecho de que en alguna parte del mundo haya estados de hechos que tienen las propiedades que tienen. De ahí que una modelización ficcional no esté destinada a ser utilizada como representación con función referencial, esto es, no debe ser juzgada en términos de «veracidad» o «falsedad». Por otra parte, decir que la condición que debe cumplir una modelización ficcional es la de la analogía global equivale a decir que debe ser tal que estemos en condiciones de acceder a ella sirviéndonos de las competencias mentales representacionales de que disponemos para representarnos la realidad y, más exactamente, las que pondríamos en marcha si el universo ficcional fuese el universo en que vivimos. En este punto cabría recordar que la ficción —como plantea J.-M. Schaeffer— es parte integrante de la realidad y, por ende, la cuestión primordial sería analizar no tanto sus relaciones con la realidad, sino más bien cómo que opera en la realidad. En efecto, puesto que un modelo ficcional es siempre de facto una modelización del mundo real, nuestras competencias representacionales son las de la representación de la realidad de la que formamos parte, pues han sido seleccionadas por esa misma realidad en un proceso de interacción permanente. Desde luego —comenta el autor—, podemos formar modelos a partir de entidades inexistentes, hasta podemos inventar los universos más fantásticos, pero, en todos los casos, esas entidades y esos universos serán variantes conformes a lo que significa para nosotros «ser en una realidad», porque nuestras competencias representacionales son siempre relativas a la realidad que las ha seleccionado y en la cual vivimos.
Algo más: si una modelización ficcional no está destinada a ser utilizada como representación con función referencial, en los universos ficcionales —asevera J.-M. Schaffer— el principio de relación verifuncional o principio de referencia es reemplazado por el principio de coherencia interna. Este principio alude a la conformidad de las relaciones locales entre elementos ficcionales con las restricciones inherentes a la percepción visual, la lógica de las acciones, la narración, etc. En otras palabras, una ficción es coherente si es acorde a las mismas condiciones de inteligibilidad representacional que estructuran la manera en que nos representamos la realidad.
Como vimos anteriormente, el principio de coherencia interna también es analizado por otros autores, aunque desde un enfoque semántico. Tal y como sostienen Th. Pavel, L. Doležel, J. Ihwe y J. Rieser, M. MacDonald, incluso en el caso de que las ficciones literarias contengan mundos imposibles, que contradigan determinadas leyes lógicas o naturales, al lector le bastaría con que tales mundos sean internamente coherentes. En el caso de L. Doležel, el principio de coherencia interna se identifica con el concepto de verdad literaria. La verdad literaria, una verdad interna al mundo del texto, que puede entrar en contradicción con el mundo actual, depende de su acuerdo con los hechos reflejados en el texto narrativo, es decir, la credibilidad del narrador depende de la correspondencia entre sus afirmaciones y los acontecimientos narrados. Para P. Ricoeur, quien recurre a dos grandes criterios aristotélicos, verosimilitud y necesidad, criterios que regulan la actividad mimética y la organización de una trama propias de la ficción literaria, la coherencia interna (necesidad) se presenta como un principio regulador de lo ficcional al interior del discurso y se convierte en un importante soporte de la verosimilitud —criterio que funciona como línea divisoria entre los discursos poético e histórico, y conduce a una definición de lo literario como un universo de ficción, fruto de la actividad imaginaria— en los casos en que el mundo representado parece alejarse demasiado de lo creíble o lo contraviene abiertamente. En estos casos la trama resulta creíble o convincente (verosimilitud) porque es internamente coherente (necesidad), es decir, instaura mundos con su propia lógica y esto los hace convincentes. Así pues, la coherencia interna es interpretada por P. Ricoeur como la lógica propia del mundo de ficción. En definitiva, tanto L. Doležel como P. Ricoeur consideran que los mundos ficticios son verosímiles o pasan como verdaderos, pese a que prescindan de una función referencial, gracias a una verdad interna o lógica propia, identificadas con el principio de coherencia interna al que alude J.-M. Schaeffer, el mismo que describe desde una óptica más amplia como la conformidad de las relaciones locales entre elementos ficcionales con las restricciones inherentes a las condiciones de inteligibilidad representacional que estructuran la manera en que nos representamos la realidad.
Ahora bien, por otro lado, también es posible comparar, salvando las distancias de enfoque, los tres tipos de modelos de representación mental del mundo que distingue J.-M. Schaeffer con la teoría de «modelo de mundo» —la imagen del mundo que el texto transmite y el conjunto de reglas que han de guiar la constitución del universo textual y su recepción— construida por T. Albaladejo, según la cual existen tres modelos de mundos: tipo 1 o modelo de mundo de lo verdadero, real y efectivo; tipo 2 o modelo de mundo de lo ficcional verosímil; tipo 3 o modelo de mundo de lo ficcional no verosímil. De donde podríamos concluir que el modelo nomológico y el modelo mimético-homólogo se corresponderían con el tipo 1 (modelo de mundo de lo verdadero, real y efectivo; p. ej., los géneros no ficticios o de contenido factual), en tanto que el modelo mimético ficcional sería equivalente tanto al tipo 2 (modelo de mundo de lo ficcional verosímil; p. ej., la literatura realista) como al tipo 3 (modelo de mundo de lo ficcional no verosímil; p. ej., la literatura fantástica). No obstante, hay que tener en cuenta que la teoría de T. Albaladejo parte de un punto de vista semántico y se centra taxativamente en la ficción literaria, mientras que el abordaje de J.-M. Schaeffer apunta más bien a una noción de ficción interdisciplinar e integral, empleando para su tipología de las relaciones de modelización, entre otras consideraciones, vectores como las restricciones cognitivas (homología, analogía global) y los modos de adquisición, acceso o reactivación (cálculo racional, inmersión mimética, inmersión ficcional) de cada tipo de modelo.
Recapitulando, el hecho de que la ficción esté «más allá de lo verdadero y de lo falso» —como afirma J.-M. Schaeffer, retomando una expresión de G. Genette— y que ponga entre paréntesis la cuestión del valor referencial tal y como se plantea en el marco de los modelos homólogos, y sea referencial únicamente en el sentido de la analogía global, no impide que los modelos ficcionales se refieran a la realidad, pues para los seres humanos solo hay modelo representacional en la medida en que este se refiera a la realidad que nuestra competencia representacional es capaz de referirse. Por lo demás, cuando un escritor crea un universo fictivo no se sirve exclusivamente de materiales representacionales inventados, producto de su imaginación, reutiliza también materiales depositados en la memoria, toma notas para fijar experiencias perceptivas, consigna situaciones vividas, investiga y se documenta leyendo libros de contenido absolutamente factual: historia, sociología, ciencia, etc.
2.2. Funciones de la ficción
Dado que, como señala Aristóteles en su Poética, imitar es connatural a los seres humanos y todos los hombres disfrutan de las imitaciones, en otras palabras, la motivación psicológica directa que nos empuja a entregarnos a las actividades miméticas lúdicas es de orden hedonista, J.-M. Schaeffer aduce que «el placer desempeña un papel central en nuestros usos de la ficción. Incluso es el único criterio inmanente por el que juzgamos el éxito o el fracaso de una obra ficcional» (pp. 303-304). Pero ¿de qué tipo de placer estamos hablando? «Mi hipótesis es que la ficción no tiene más que una función inmanente, y que esa función es de orden estético. Si tal es el caso, la cuestión de saber de qué tipo es el placer provocado por la mímesis ha encontrado respuesta: se trata de la satisfacción estética» (p. 312). A esta relación entre el lector y la ficción, a través de la cual el lector busca en la ficción una satisfacción estética, la denomina relación estética. En tal sentido, razona lo siguiente: «Me parece que, desde el momento en que admitimos que la relación estética es la función inmanente de la ficción, es decir, que es constitutiva de la inmersión ficcional como tal, constatamos que es compatible con cualquier función trascendente» (p. 316).
En efecto, la función inmanente de la ficción es compatible en distinto nivel con sus posibles funciones trascendentes. Por «‘funciones trascendentes’ —explica J.-M. Schaeffer— entiendo el conjunto de relaciones que las ficciones pueden mantener con otros modos del ser, o incluso el conjunto de maneras en que pueden interactuar con nuestra vida real. La cuestión es entonces la de los usos que podemos hacer de las modelizaciones ficcionales, ya se trate de juegos o de obras de arte miméticas» (pp. 305-306). Las funciones trascendentes así definidas, esto es, como finalidades o usos que podemos hacer de las ficciones, pueden ser a su vez de dos clases: colectivas o individuales, incluyendo las interacciones múltiples entre esos dos niveles funcionales (p. 306). Por otra parte, el papel cardinal de la función inmanente en relación con las funciones trascendentes queda ejemplificado por el autor de la siguiente manera: «el hecho de que lea una novela para divertirme no significa que mi lectura no concierna a la atención estética, sino más bien que me presto a la relación estética a fin de divertirme». Luego, «lo que es válido para la función de diversión también lo es para cualquiera otra función trascendente: una obra de ficción sólo puede desempeñar de manera satisfactoria una función trascendente cualquiera si gusta desde el punto de vista de la inmersión ficcional» (pp. 317-318).
Ahora bien, entre las funciones trascendentes que una ficción puede desempeñar, cuyo número es indefinido (denuncia, cuestionamientos, entretenimiento, religión, educación, lucha de clases, propaganda de una ideología hegemónica como la que se opera a través de Hollywood con sus S. Spielberg[4], etc.), J.-M. Schaeffer reconoce que las ficciones suelen ser usadas como compensación o corrección de la realidad (Freud es el defensor más importante de la tesis que afirma que la actividad imaginativa nace como actividad compensatoria, aunque, como hemos señalado antes, M. Vargas Llosa, W. Iser y P. Ricoeur también la defienden desde perspectivas de orientación antropológica), o como una descarga pulsional de orden catártico (función principal de la tragedia griega, según Aristóteles). Sin embargo, según advierte, no debería reducirse la función de la ficción únicamente a una actividad compensatoria o a una actividad catártica, porque «un enfoque así infravalora su importancia tanto en el desarrollo del niño como en la vida del adulto» (p. 306).
Con todo, asegura, es importante destacar que la ficción puede cumplir una gran función en el equilibrio de nuestros afectos.
Ciertamente, una de las funciones principales de la ficción en el plano afectivo residiría, de acuerdo con su análisis, en la reorganización de los afectos imaginarios en un terreno lúdico, escenificación que nos da la posibilidad de experimentarlos sin que nos agobien. El efecto de esta reelaboración funcional no es el de una liberación, sino más bien el de una desidentificación parcial: a partir del momento en que asumimos nuestros afectos en un espacio de juego o en un arte ficcional, podemos apropiárnoslos en cuanto que apariencia, pero con la distancia y la desidentificación que introduce el ser conscientes de que la ficción y el juego no son la realidad. Pero la desidentificación afectiva no es más que una forma particular de un proceso más general del orden de una distanciación. De hecho, toda ficción implica una distanciación causada por el proceso de inmersión ficcional. Así pues, uno de los rasgos característicos de la ficción reside en el estado mental escindido: nos separa de nosotros mismos, de nuestras propias representaciones, afectos, percepciones y recuerdos, en el sentido de que las pone en escena según el modo del «como si», introduciendo una distancia de nosotros mismos a nosotros mismos (p. 309-310).
Sobre el estado mental escindido reflexiona también W. Iser, cuando, en el artículo «La ficcionalización: dimensión antropológica de las ficciones literarias», sostiene que la ficcionalidad literaria hace surgir una condición de «éxtasis» que nos permite simultáneamente estar con nosotros mismos y a nuestro lado. La ficcionalidad literaria, según alega, es una indicación de que los seres humanos no pueden hacerse presentes a sí mismo, condición que nos hace creativos (incluso en sueños), pero que no nos permite nunca identificarnos con los productos de nuestra creatividad. Parece que necesitamos este estado «extático» de situarnos al lado, fuera y más allá de nosotros mismos, atrapados en nuestra propia realidad y al tiempo apartados de ella, y este hecho se deriva de la incapacidad que tenemos de hacernos presentes a nosotros mismos (A. Garrido Domínguez, 1997:56-60).
Ahora bien, según J.-M. Schaeffer, lo importante para el papel de las ficciones en la economía psíquica afectiva no es tanto el contenido de la representación imaginaria (incluso si se trata de ficciones que abordan el asunto de la violencia) como el hecho mismo del paso de un contexto real a un contexto ficcional. Se ha podido demostrar que cuando se somete a unos niños a una situación real que los induce a la agresividad y, acto seguido, se los expone a la representación ficcional de comportamientos agresivos, no todos reaccionan de la misma forma ante ese estímulo mimético. Se pueden constatar dos tipos de reacciones opuestas: los niños poco imaginativos —según los criterios de diversos test proyectivos, especialmente el de Rorschach— reaccionan con un incremento de la agresividad y tienden a pasar a los actos. La razón es que no saben vivir las situaciones que se presentan más que en un solo nivel comportamental: son incapaces de trasladarlas a un nivel imaginativo. Por el contrario, en los niños imaginativos, esto es, los que en la vida corriente tienen una propensión significativa a entregarse a juegos de fingimiento, ensoñaciones, juegos de rol, etc., se constata un descenso del nivel de exteriorización agresiva y una disminución de la tendencia a pasar a los actos (pp. 307-308).
En definitiva, concluye J.-M. Schaeffer, la ficción nos da la posibilidad de seguir enriqueciendo, remodelando, readaptando a la largo de toda nuestra existencia el soporte cognitivo y afectivo original gracias al cual hemos accedido a la identidad personal o a nuestro estar-en-el-mundo. La ficción es uno de los escenarios privilegiados donde nuestra relación —compleja, diversificada, precaria— con el mundo no cesa de ser renegociada, reparada, readaptada, reequilibrada en un proceso mental permanente (p. 312).
3. Pragmática de la comunicación literaria
Desde un enfoque pragmático de la comunicación literaria es posible afirmar que la literatura —de ficción (lírica, épica-narrativa, dramática) y de no ficción (memoria, biografía, autobiografía, ensayo, crónica, etc.); según G. Genette (1993), de ficción y de dicción; de acuerdo con el modelo de Doležel (A. Garrido Domínguez, 1997: 69-94), mimética y no mimética— tiene, en efecto, funciones sociales e institucionales que implican una gran responsabilidad para los autores y suponen, según los casos, lecturas de gran provecho para los lectores.
Como explica T. van Dijk (J. A. Mayoral, 1987:171-194), la literatura pertenece al mismo tipo de acto de habla ritual que los chistes, las adivinanzas, los proverbios, las anécdotas. En los textos literarios como en los chistes no es necesario que se satisfagan determinadas condiciones de verdad; los referentes discursivos pueden ser ficticios, aunque los acontecimientos puedan ser históricos o verosímiles. Un acto de habla ritual conlleva la intención de cambiar la actitud del oyente con respecto al enunciado en sí, especialmente sus actitudes «valorativas»; en otras palabras, las condiciones de propiedad de los actos de habla rituales se dan en términos del deseado cambio de actitud del receptor en relación con el enunciado en sí («apreciación»). Dicho sea de paso, y restringiendo el análisis exclusivamente a la literatura de ficción, a esta relación de apreciación entre el lector (el receptor) y la ficción (el enunciado en sí), a través de la cual el lector busca en la ficción una satisfacción estética (función inmanente de la ficción), la denomina J.-M. Schaeffer, como dijimos arriba, relación estética. Sin embargo, la «aceptación» efectiva de la literatura (es decir, que un determinado tipo de comunicación ritual sea considerado como obra literaria) debería buscarse fuera del contexto pragmático; a saber, en sistemas de normas y valores estéticos social, histórica y culturalmente determinados. S. J. Schmidt afirma, según vimos, algo parecido: es la literatura en cuanto sistema o institución social la que cataloga como literario o ficticio un texto, y no este o sus rasgos intrínsecos. Por consiguiente, concluye T. van Dijk, las diferencias entre la literatura y otros tipos de comunicación ritual no serían tanto pragmáticas como sociales: la literatura ha sido institucionalizada, se publica, los autores gozan de un estatus específico, es reseñada en periódicos, revistas, tiene lugar en los textos escolares, etc. A diferencia del chiste o la anécdota, la literatura cumple efectivamente funciones sociales e institucionales; aunque puede cumplir también funciones pragmáticas «prácticas» adicionales, que pueden llegar a ser incluso predominantes: una obra literaria puede ser tomada como una aserción, un elogio, una diatriba, una defensa, una interrogante, una denuncia, una advertencia, un consejo en relación con cierta actitud o acción del autor o de los lectores, etc., dependiendo tanto del significado del texto como de la estructura del contexto: intenciones de los escritores, interpretaciones de los lectores...
Por otra parte, esta cuestión de las funciones pragmáticas adicionales —funciones trascendentes de las ficciones, en los términos de J.-M. Schaeffer— puede comprenderse también desde el punto de vista del acto de habla indirecto, concepto acuñado por J. R. Searle (1975, 1980) desde la Teoría de los Actos de Habla. Un acto de habla indirecto es un caso en que el significado literal del enunciado no coincide con su fuerza ilocutiva o la intención del hablante, como ocurre ante un enunciado del tipo: «¿Podría usted abrir la ventana?», donde bajo la pregunta se esconde otra intención: una orden, una petición. Si se respondiera literalmente a este enunciado, la respuesta podría ser un «Sí, puedo», sin atender a la petición. No obstante, al formular una pregunta (según las normas de cortesía), lo que esperamos es que el interlocutor obedezca y abra la ventana. De igual modo, el significado global de una obra literaria puede no coincidir con su fuerza ilocutiva y esconder otra(s) intención(es) del autor.
Desde otro enfoque, tanto P. Ricouer como W. Iser (A. Garrido Domínguez, 1997:38), arriban a una conclusión similar. Ambos coinciden en señalar que, si bien la ficción literaria nos permite profundizar en el conocimiento de nosotros mismos, también nos revela la radical imposibilidad de acceder a nosotros mismos de un modo directo. En todo caso, nos permite mirarnos en el espejo de nuestras posibilidades y encontrarnos con nosotros mismo a través de un camino lleno de rodeos. Y es justamente en este punto donde se atisba, según los autores, otra de las raíces antropológicas de la ficción: la estructura del doble significado como fórmula básica de la ficcionalidad. Esta fórmula, que evoca la estructura de los sueños, se manifiesta de un modo paradójico, puesto que reúne y concilia en un todo dos mundos o realidades mutuamente excluyentes. A la ecuación entre ambos tipos de estructura se refieren P. Ricoeur y W. Iser para destacar que la ficción juega simultáneamente con la ocultación y la revelación, es decir, la ficción se vale del engaño o la simulación para poner al descubierto verdades ocultas. En suma, la ficción dice una cosa y significa otra, esto es, sugiere algo que siempre va más allá de su referente.
Por ejemplo, una ficción como Todas las sangres puede describir la compleja realidad peruana de mediados del siglo XX al narrar el sangriento conflicto en torno a la explotación de una mina de plata entre una comunidad de campesinos indígenas de la sierra y la corporación transnacional Wisther-Bozart (otro capítulo de la guerra de «civilización» en contra de la pueblos autóctonos iniciada en 1492 con la llegada de Colón a América), y actuar de manera indirecta como una denuncia sobre la peligrosa penetración del capitalismo imperialista y el problema estructural de discriminación racial, expolio y explotación del gamonalismo en perjuicio de los pueblos originarios, con el propósito de crear un nuevo estado de conciencia sobre la necesidad de una integración social, un desarrollo económico y una modernización estatal que incluyan a todos los ciudadanos del Perú, y los trate como tales, sin importar la extracción social ni la variedad regional, cultural o étnica.
Curiosamente, en 1965 [5], este libro de J. M. Arguedas fue severamente criticado por un grupo de sociólogos del establishment, en la famosa Mesa Redonda sobre Literatura y Sociología realizada en el Instituto de Estudios Peruanos, porque, a su juicio, no retrataba cabalmente la complejidad de la realidad peruana, condenándolo por su falta de «veracidad». No obstante, la denuncia indirecta de la novela llegó a ser su función más importante en la época.
De cualquier modo, esta anécdota pone de manifiesto la falta de comprensión por parte de estas élites ilustradas de la naturaleza de las ficciones y de su modo de operar en la realidad. Como hemos visto, varios teóricos de la literatura como K. Walton, B. Harshaw, Th. Pavel, M.-L. Ryan —incluso desde posiciones antimiméticas como la de L. Doležel, que defienden la autonomía del mundo ficcional respecto del mundo actual— coinciden en señalar la permeabilidad de las fronteras entre la ficción y la realidad, y la posibilidad de acceso al mundo ficcional desde el mundo actual a través de canales semióticos o psicológicos. Asimismo, quienes hunden las raíces de sus análisis de la ficción en la tradición mimética iniciada por Aristóteles, parten siempre de la premisa subrayada por J.-M. Schaeffer de que todo modelo ficcional es siempre una modelización del mundo real. Como ha demostrado este investigador, de un lado, la ficción es un operador cognitivo que nos permite el acceso a la realidad y nos transmite información sobre ella, de otro, la modelización ficcional (actividad cognitiva) está ligada a la realidad por lazos de analogía global y no por homología, lo que significa que no es necesario que deba las propiedades que tiene al hecho de que en alguna parte del mundo haya estados de hechos que tienen las propiedades que tienen. A esto se refería D. Dafoe, citado por A. Camus como epígrafe de La peste, cuando afirmaba: «Tan razonable como representar una prisión de cierto género por otra diferente es representar algo que existe realmente por algo que no existe» (A. Camus, 1984: 5). Esta frase no significa que algo que no existe sea lo mismo que algo que existe, es decir, que los estados de hechos del mundo ficticio sean idénticos a los estados de hechos del mundo actual, sino más bien sugiere que la ficción (modelo ficcional), al usar símbolos o analogías (la modelización ficcional está ligada a la realidad por lazos de analogía global), puede ser una herramienta tan válida y eficaz como cualquiera otra que represente aspectos de la realidad directamente (modelo nomológico, modelo mimético-homólogo). Así pues, el hecho de que la ficción esté «más allá de lo verdadero y de lo falso» y que ponga entre paréntesis la cuestión del valor referencial, y sea referencial únicamente en el sentido de la analogía global, no impide —como asegura J.-M. Schaeffer— que los modelos ficcionales se refieran a la realidad —desvelen verdades ocultas, iluminen ciertos aspectos del mundo factual, describan o denuncien ciertos estados de cosas, etc.—, pues para los seres humanos solo hay modelo representacional en la medida en que este se refiera a la realidad que nuestra competencia representacional es capaz de referirse. Por lo demás, cuando un escritor crea un mundo de ficción no se sirve únicamente de los productos de su imaginación, sino que también reelabora materiales depositados en la memoria, toma notas para fijar experiencias perceptivas, consigna situaciones vividas, investiga y se documenta leyendo libros de contenido absolutamente factual; de esta manera, como afirma L. Doležel a propósito de la posibilidad de acceso al conjunto de mundos posibles desde el mundo actual a través de canales semióticos como la lectura e interpretación de los textos literarios, el mundo actual también penetra en los mundos ficcionales a través de las experiencias del autor, aportando modelos para su organización interna y suministrando materiales previamente transformados para la construcción de tales mundos.
En tal sentido, la fortaleza de la visión del mundo andino en particular y de la realidad peruana en general que subyace a Todas las sangres estaría garantizada si consideramos «las experiencias del autor»: la trayectoria vital y literaria, el compromiso social, la ideología política, la formación académica, etc. En efecto, J. M. Arguedas fue escritor y antropólogo por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, nació en Andahuaylas y entró en contacto directo con las comunidades andinas desde su más tierna infancia, escribió poesía en quechua y narrativa en castellano, investigó científicamente y reivindicó estéticamente los valores y la cosmovisión mágico-religiosa de los pueblos autóctonos, fue apresado en El Sexto por participar en una manifestación estudiantil a favor de la República Española, adoptó como intelectual no orgánico el socialismo de J. C. Mariátegui como un marco teórico para entender la realidad peruana enfocándose en la problemática de la tierra y la explotación de los indígenas, realizó varios viajes al interior del Perú y al extranjero a lo largo de su vida (España, Francia, Italia, Chile y Cuba), entre otras vivencias.
En conclusión, una modelización ficcional como Todas las sangres no debería ser juzgada en términos de «veracidad» o «falsedad», como hicieron los sociólogos de la Mesa Redonda, porque no está destinada a ser utilizada como representación con función referencial, tal y como se plantea en los modelos homólogos (discurso científico, histórico, sociológico, etc.), en otras palabras, la ficción de J. M. Arguedas está ligada a la realidad por lazos de analogía global y no por homología; o, para decirlo en los términos de P. Ricoeur, si bien la literatura es inevitablemente mimética, nunca lo es en el sentido de que sea una representación directa la realidad, dado que el mundo del texto literario no es un dato empírico, sino que, como producto de la imaginación, se trata de un mundo regido por la lógica del como si y, justo por eso, se inscribe en el ámbito de lo posible.
Ahora bien, así como Todas las sangres, de J. M. Arguedas, en tanto que acto de habla ritual u obra de ficción literaria, tiene un significado global que no coincide con su fuerza ilocutiva y esconde otras intenciones del autor, cumple también funciones pragmáticas «prácticas» adicionales predominantes por las que puede ser tomada como una denuncia, juega simultáneamente con la ocultación y la revelación, se vale del engaño o la simulación para poner al descubierto verdades ocultas, dice una cosa y significa otra, en fin, sugiere algo que siempre va más allá de su referente, Por quién doblan las campanas, de E. Hemingway, puede contar ciertos hechos ficticios de la Guerra Civil española (el autor fue enviado como corresponsal de guerra a España) y plantear de forma indirecta una amarga crítica sobre las atrocidades de un conflicto fratricida que fue capaz de deshumanizar tanto a fascistas (quienes se cobraron el mayor número de víctimas: desde 1936 al 1977, se calculan entre 115 000 y 130 000 desaparecidos, y 150 000 asesinados) cuanto a republicanos, al desvelar crímenes de guerra que ocurrieron en ambos bandos, porque «la crueldad había penetrado en las filas de los hombres», e inspirar sentimientos de «vergüenza» y «horror» en los lectores, ya que «esa condenada mujer [Pilar, quien contó cómo los republicanos acabaron cruelmente con los fascistas de su pueblo, arrojándolos por un barranco previa paliza] me lo ha hecho ver como si yo [el narrador, Robert Jordan, estadounidense especialista en explosivos al servicio de los republicanos] hubiese estado allí» (Hemingway, 1972, 163). Por otra lado, esta crítica velada de la novela podría muy bien extenderse a cualquier conflicto bélico del mundo, puesto que, pese a que oficialmente haya «vencedores» y «vencidos» (al respecto, debería recordarse la famosa frase atribuida a W. Churchill, uno de los atroces genocidas de la Segunda Guerra Mundial junto a H. Truman y A. Hitler, que dice: «la historia la escriben los vencedores»), quien realmente pierde en una guerra es la humanidad en su conjunto, porque la crueldad deshumaniza y el asesinato de cada ser humano la disminuye. Efectivamente, esta idea central de la obra queda sintetizada en la cita de J. Donne que se inscribe como epígrafe al inicio del libro:
«Nadie es una isla, completo en sí mismo, cada hombre es un pedazo del continente, una parte de la tierra; si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida [...]; la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad; y, por consiguiente, nunca hagas preguntar por quién doblan las campanas; doblan por ti» (p. 7).
Otro tanto podría decirse de la Ilíada, pues, bajo el vívido relato de las hazañas heroicas acaecidas durante el último año de la Guerra de Troya, se esconde una gran verdad que el lector atento puede inferir: en las guerras, nadie gana y pierden todos. Justamente, en relación con esto, Homero no cesa de lamentar desde el primer canto no solo las bajas griegas debido a la cólera de Aquiles, «cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes, a quienes hizo presa de perros y pasto de aves —cumplíase la voluntad de Zeus— desde que se separaron disputando el atrida, rey de hombres, y el divino Aquiles», sino también las de los teucros durante el prolongado asedio a la sagrada Ilión, equiparando, según las convenciones del género, las valías de unos y de otros:
«Mas cuando en la cuarta vuelta llegaron a los manantiales, el padre Zeus tomó la balanza de oro, puso en la misma dos suertes —la de Aquiles y la de Héctor, domador de caballos— para saber a quién estaba reservada la dolorosa muerte; cogió por el medio la balanza, la desplegó, y tuvo más peso el día fatal de Héctor que descendió hasta el Hades» (Ilíada, canto XXII).
Conclusión
En definitiva, como nos hemos esmerado en demostrar a lo largo de este ensayo, apoyándonos en distintos enfoques y planteamientos de filósofos y estudiosos de la literatura, la ficción literaria, entendida como dispositivo público compartido que se sostiene sobre la base de un fingimiento lúdico (el hacer-como-si de la ficción), cuyo objetivo es crear un universo imaginario y empujar al receptor a sumergirse en él (inmersión), y en tanto operador cognitivo (en un doble sentido, pues es la aplicación de un conocimiento y una fuente de conocimiento), cuya función inmanente no es otra que la de procurar una satisfacción estética, función compatible con otros posibles usos (divertimento, denuncia, reivindicación, lucha de clases, propaganda, corrección de la realidad, catarsis, equilibrio de nuestros afectos, etc.), es un medio de conocimiento y de gozo, capaz de revelarnos «lo real» de una guerra, de manera más o menos eficaz, dependiendo de la fortaleza o de la debilidad del sentido de realidad del autor, así como de la coherencia interna del texto (verosimilitud y necesidad), al crear (poiein) un modelo del mundo factual del que forma parte (mímesis: imitación como fingimiento, imitación como modelización cognitiva), y al cual responde, desplegando así una dimensión crítica. Asimismo, desde una perspectiva pragmático-comunicativa, hemos subrayado la necesidad de entender que la literatura (de ficción y de no ficción), en tanto acto de habla ritual, tiene la capacidad de ser tomada como una forma de comunicación indirecta, y, en tanto institución, tiene funciones sociales y funciones pragmáticas prácticas adicionales (crítica social, lucha de clases, educación, entretenimiento, propaganda, entre otras) que implican una gran responsabilidad para los autores y suponen, según los casos, lecturas de gran provecho para los lectores. Efectivamente, la literatura de ficción es capaz de todo esto y mucho más, pero con una condición: para desempeñar cualquier función trascendente, antes que nada, es necesario que esté en condiciones de desempeñar —digámoslo una vez más con J.-M. Schaeffer— su función inmanente: tiene que gustar. Y quizá aquí radique una de las grandes ventajas —y acaso la principal causa de su alta peligrosidad desde el punto de vista de las ideologías totalitarias— de leer o releer en la actual espiral de violencia a nivel mundial una obra de ficción que, mientras produce un goce estético, revele o desvele ciertas verdades sobre las guerras como lo hacen la Ilíada, Por quién doblan las campanas o Todas las sangres, en contraste con otras formas de modelización del universo propias del discurso científico, histórico, sociológico, periodístico... Comprender las consecuencias de un enfoque multidisciplinar e integral de la ficción es pues de gran relevancia para replantear la función social de la literatura en un sistema-mundo capitalista que la concibe como una mera mercancía, cuya única función sería el puro entretenimiento.
[1] En el presente trabajo empezamos por comentar la guerra proxy en Ucrania, sin mencionar siquiera la masacre perpetrada en Gaza por las Fuerzas de Defensa de Israel desde el 7 de octubre de 2023 con el apoyo directo de EE. UU. y la complicidad de la Unión Europea, pues consideramos por un sentido histórico y porque está a la vista de todo el mundo en tiempo real que lo que padece el pueblo palestino en Gaza no es una guerra reciente, sino más bien una limpieza étnica, un genocidio en toda ley que se remonta a la Nakba y la creación del Estado de Israel en 1948.
[2] Según Amnistía Internacional, 50 personas fueron asesinadas y más de 1400 resultaron gravemente heridas a manos de policías y militares durante las protestas contra el Gobierno entre diciembre de 2022 y marzo de 2023. https://www.amnesty.org/es/documents/amr46/8249/2024/es/
[3] Para un defensa del carácter ficcional de la poesía lírica, véase el artículo de J. M. Pozuelo, «Lírica y ficción», en Garrido Domínguez, A. Teorías de la ficción literaria. Madrid, Arco/Libros, 1997; pp. 241-270. El autor sostiene que la lírica es un género mimético-ficcional, a partir de la relectura de Cascales y Ch. Batteux, subrayando «la necesidad de extender al mundo de la comunicación lírica las bases o cimientos ficcionales de toda comunicación literaria».
[4] El caso de S. Spielberg es paradigmático respecto del uso propagandístico del cine de Hollywood: si contrastamos sus opiniones sobre la política de Medio Oriente con el análisis del contenido de su obra de ficción para el cine (p. ej. Schindler Lista) y la televisión (p. ej. Ander té dome), constataremos rápidamente su militancia sionista. Cf. «La cúpula de humo», un artículo de Erico Valadares, publicado el 24 de agosto de 2024 en el sitio web de la Revista Hegemonía, sobre el uso de una serie de ficción televisiva, Ander té dome de S. Spielberg, como propaganda de guerra sionista y aporte decisivo de Hollywood que pretende materializar en la conciencia colectiva a nivel mundial la imagen de la cúpula de hierro israelí (un sistema de misiles tierra-aire) como un domo invisible, impenetrable e invencible. Para un análisis más profundo sobre el triunfo de la publicidad en la industria cultural, la asimilación forzada de los consumidores a las mercancías culturales, siempre se puede consultar Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos filosóficos, de M. Horkheimer y Th. W. Adorno, en especial el capítulo titulado: «La industria cultural. Ilustración como engaño de masas».
[5] En junio de 1965, Jorge Bravo Bresa ni y Sebastián Salazar Bondy organizaron en el recién fundado Instituto de Estudios Peruanos un ciclo de conversatorios o «mesas redondas», que tenían como asunto central las relaciones que se establecían entre la creación literaria y las ciencias sociales. En la segunda de estas reuniones se discutió, con la presencia de J. M. Arguedas, la novela Todas las sangres que había publicado en 1964.
Referencias
Arguedas, J. M. (1988 [1964]). Todas las sangres. Madrid, Alianza Editorial.
Camus, A. (1984 [1947]). La peste. Barcelona, Seix Barral.
Doležel, L. (1988). «Mímesis y mundos posibles», en Garrido Domínguez, A. (comp.) (1997), pp. 69-94.
Doležel, L. (1988). «Verdad y autenticidad en la narrativa», en Garrido Domínguez, A. (comp.) (1997), pp. 95-122.
Garrido Domínguez, A. (1997). Teorías de la ficción literaria. Madrid, Arco/Libros.
Genette, G. (1993 [1991]). Ficción y dicción. Barcelona, Editorial Lumen.
Hemingway, E. (1972 [1940]) Por quién doblan las campanas. Barcelona, Círculo de Lectores.
Homero (2019). Ilíada. España, Gredos.
Horkheimer, M. y Adorno, Th. W. (1998 [1944]). Dialéctica de la ilustración. Fragmentos filosóficos. Editorial Trotta, Madrid.
Pozuelo, J. M. «Lírica y ficción», en Garrido Domínguez, A. (comp.) (1997), pp. 241-270.
Valadares, E. (2024). «La cúpula de humo», Revista Hegemonía, en https://revistahegemonia.com/la-cupula-de-humo/
Van Dijk, T. A. (1977). «La pragmática de la comunicación literaria», en Mayoral, J. A. (comp.) (1987). Pragmática de la comunicación literaria. Madrid, Arco/Libros (pp. 171-194).
Schaeffer, J. M. (2002 [1999]). ¿Por qué la ficción? España, Ediciones Lengua de Trapo.
Searle, J. R. (1980 [1969]). Actos de habla. Madrid, Cátedra.
Searle, J. R. (1975). «Indirect Speech Acts», en Cole, P. y Morgan, J. L. (eds.), Syntax and Semantics, 3: Speech Acts. Nueva York, Academic Press, pp. 58-83.
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